4 jul 2008

HEROINA

HISTORIA GENERAL DE LAS DROGAS



FENOMENOLOGÍA DE LAS DROGAS

Heroína
Posología
Efectos subjetivos
Principales usos




Posología

La dosis analgésica mínima ronda los 5-7 miligramos por vía intramuscular; lo cual significa que cada gramo posee unas 150-200 dosis medias y unas 250 más leves, como sedante. Eso proporciona una idea de su potencia cuando es pura. Absorbida por inhalación, su actividad es algo superior a la mitad. La dosis mortal media depende de factores personales, como en todas las drogas, pero puede establecerse entre 2 y 3 miligramos por kilo de peso, administrados de una vez. El margen de seguridad es al menos tan amplio como en la morfina -1 a 20 o 30-, y probablemente algo superior.

Sin embargo, es menos depresora que la morfina. Incluso en dosis considerables no induce sopor de modo tan marcado, y puede compatibilizarse con notable actividad corporal. Su factor de tolerancia es alto, y usuarios antiguos admiten varios gramos diarios. Se discute si el síndrome abstinencial puede producirse con mayor rapidez que en la morfina, si bien es seguro que requiere la mitad o menos de dosis. Cuidadosos estudios, hechos en 1928, indicaron que puede producirse un cuadro abstinencial -aparatoso- usando a diario un cuarto de gramo durante cuatro o cinco semanas.

Los efectos adictivos se establecen de modo parecido o quizá incluso más lento en el caso de la heroína, si bien es más probable la habituación que en el caso de morfina, por lo positivamente eufórico del efecto. Dicho de otro modo, la habituación depende del poder analgésico de una droga, y que ese poder es máximo en el caso de la morfina, aunque la heroína lo logre con menos dosis, pues en el primer caso se trata de analgesia sobre todo, mientras en el segundo hay un excedente de satisfacción activa.

En cualquier caso, se sabe que las primeras administraciones de morfina o heroína -por cualquier vía, y especialmente por la intravenosa- se reciben con manifestaciones de fuerte desagrado, entre las cuales destacan neuralgias, náuseas y vómitos. Ingeniosos experimentos mostraron que inyecciones intravenosas de heroína a 150 personas sanas no producían un solo individuo que quisiera repetir, mientras otro grupo de personas con problemas graves de salud produjo un importante porcentaje de individuos que declaraban sentirse «más felices» desde la primera inyección, incluso cuando eran engañados y recibían un sucedáneo no psicoactivo.

En lo que respecta a casos de muerte por sobredosis, debe recordarse que tanto la heroína como la morfina, la codeína y el opio no adulterado producen una depresión respiratoria que conduce a un coma de horas. La inmensa mayoría de los casos actuales -cuyo prototipo es alguien que aparece muerto con la aguja clavada todavía en el brazo, por ejemplo en los servicios de un bar o sala de fiestas- provienen de sucedáneos mucho más fulminantes por esa vía (estricnina, quinina, otros matarratas, etc.). Jamás puede atribuirse a heroína una muerte casi instantánea o consumada en minutos. Como los forenses prefieren evitarse la autopsia y los jueces no objetan, hoy es sencillo asesinar a cualquier usuario incómodo sin mover a la menor sospecha; el expediente se archivará como «muerte por sobredosis de heroína».



Efectos subjetivos

La heroína se fuma, se aspira nasalmente y se inyecta. El empleo oral es menos eficaz, por provocar una asimilación inferior, y el rectal está en desuso. Aspirada, las sensaciones empiezan a los tres o cinco minutos, para alcanzar su cúspide como media hora después, e ir decreciendo luego durante unas cuatro; de ahí que el usuario no masoquista tome inicialmente cantidades mínimas, y vaya aumentándolas en función del efecto observado. La heroína fumada -normalmente en forma de chino, aspirando el humo que emite al ser calentada sobre papel de aluminio- provoca un efecto casi inmediato. La inyección intravenosa actúa en muy pocos segundos, con sensaciones casi siempre desagradables para el recién iniciado (si no le aquejan dolores o sufrimientos), que el usuario crónico atesora como momento de placer supremo.

Personalmente, no he experimentado nada semejante al recibir heroína intravenosa. Tuve sensaciones considerablemente más intensas con opio inyectado. La satisfacción atribuida al llamado «flash» de heroína me parece imposible sin que haya establecido antes una relación especial del sujeto con la aguja en sí, y sin que haya también un grado previo de tolerancia. Pero esa relación con la aguja (gracias a la cual preferirá, por ejemplo, inyectarse heroína de pésima calidad a aspirar heroína pura, si se le pone en semejante disyuntiva), y cierto hábito ya formado o en avanzada formación, siempre me ha hecho pensar que el «flash» es ante todo interrupción de un desasosiego, y no tanto un placer positivo; faltará allí donde falte la manía de inyectarse, y el sujeto no esté poseído por vivas ansias de cambiar instantáneamente su ánimo; esto es, donde falte una prisa compulsiva.

Concluida la sensación inicial, el efecto depende de la dosis. Lo siguiente es un estado de desinterés o autosuficiencia ante las cosas habituales (con o sin vómitos), seguido de un estremecimiento que se desliza hacia semisueños tanto más breves cuanto mayor sea el grado de ebriedad. Si la dosis se modera -como hace con la bebida quien sabe beber-, puede producir algunas horas de calma lúcida y no enturbiada por el sopor, abierta al contacto con otros y a la introspección. No es nada semejante a una iluminación, ni a visiones realmente memorables, pero sí a la claridad que produce estar hibernado y despierto al mismo tiempo.

En definitiva, es la misma cosa que el opio, la morfina y hasta la codeína, atemperada por el hecho de deprimir menos, durar menos también y ser algo más penetrante a nivel intelectual. La intensidad del efecto apaciguador liquida preocupaciones y temores, como se aparta un visillo o se mueve un cubierto.

Los costes son también parecidos a los del opio y sus derivados incluyendo el estreñimiento. Cualquier abuso se paga al día siguiente con intenso dolor de cabeza y debilidad; sólo dormir muchas horas permite cierto grado de recuperación, cosa que para el neófito toma al menos dos días. El feto de una madre habituada a cualquiera de ellos nacerá habituado, como acontece con el feto de una alcohólica. Sin embargo, los opiáceos naturales se distinguen de sus sucedáneos sintéticos, alcohol y tranquilizantes de farmacia por no producir daños cromosomáticos, capaces de desembocar en mutantes o subnormales.



Principales usos

Siendo la heroína tan sedante como la morfina y menos depresora del sistema nervioso, circulatorio y respiratorio, parece más indicada en casos de temor y sufrimiento que en casos de dolor traumático, y siempre que se quiera obtener una analgesia compatible con la vigilia. En dosis mínimas, no psicoactivas, suprime la tos de modo fulminante.

Emplear esta droga para condiciones no transitorias -como insomnio crónico, desequilibrios de personalidad, etc- equivale a contraer hábito en un plazo de dos o tres meses como máximo. Lo mismo debe decirse de cualquier droga apaciguadora, pero en el caso de la heroína es probable que la dependencia física aparezca antes; no sólo o fundamentalmente porque sea más adictiva (los barbitúricos, la metadona y otros opiáceos sintéticos son tan adictivos, cuando menos), sino porque su efecto resulta más grato. Por supuesto, una vez establecida esa dependencia, la persona irá insensibilizándose progresivamente a la euforia buscada.

Sin embargo, hay ocasiones no permanentes donde el pesar se hace poco menos que insufrible -el duelo por alguien amado, un ataque de celos, la fustración de algún proyecto que supuso mucho trabajo, etc.-, y allí el más enérgico de los opiáceos puede ser útil. Además de cortar el agudo sufrimiento inicial, es capaz de producir una distancia crítica que persiste a medio y largo plazo como desapasionamiento, sin necesidad alguna de renovar dosis. Mucho más común de lo que se cree, este tipo de empleo y sus ventajas son expuestas por cierto periodista joven.

En Estados Unidos, donde se han hecho sondeos garantizando el anonimato, más de nueve millones de personas declaran haber usado o usar heroína de modo ocasional, si bien apenas dieciocho mil piden cada año someterse a tratamiento de desintoxicación. Esto indica que un 0,18 por 100 de los consumidores se considera incapaz de autogobierno, mientras el 99,82 por 100 restante hace frente por sí solo no ya a las tentaciones de la dependencia, sino a un mercado negro lleno de peligros ajenos a la intoxicación misma.. También se sabe que en Vietnam casi una cuarta parte de los soldados americanos usaba regularmente esta droga, si bien sólo un 12 por 100 de esa cuarta parte siguió haciéndolo cuando volvió a su país; las otras tres cuartas partes abandonaron el hábito sin ayuda especial.

Por lo que respecta al empleo lúdico o recreativo de esta droga, diría lo mismo que a propósito del opio, aunque el hecho de ser más adictiva sugiere precauciones acordes con ello. Su capacidad para retrasar o impedir el orgasmo (que se convierte en desinterés total más allá de dosis medias, o en casos de adicción intensa) puede crear esperanzas de utilidad para el eyaculador precoz. Las mujeres, en cambio, parecen disfrutar algo más de la sexualidad, tanto en fases preparatorias como en la orgásmica, siempre que se trate de las primeras tomas. Para reuniones amistosas, y fiestas de cualquier tipo, tiende a resultar a la vez demasiado fuerte y demasiado individual; sólo una dosificación cuidadosa impedirá que el evento se convierta en una especie de siesta colectiva al cabo de unas horas, quizá tras episodios de náuseas y vómitos en algunos participantes. Mayor interés intelectual presenta el estado de ensoñación o duermevela, aunque sólo cautive a quienes desean recorrer los pliegues de su mundo onírico.

Una vez conocido el grado de pureza (tanteando a partir de dosis mínimas), creo que el uso sensato pasa por administrarse de una sola vez la cantidad deseada (sea leve, media o alta), sin repetir hasta que el efecto eufórico haya desaparecido completamente; en otros términos, creo que no conviene superponer dosis, sino aplazar cualquier nuevo empleo. Sé por experiencia que esto sucede pocas veces, pero no deja de parecerme razonable, pues las desventajas (vómitos y neuralgias, por no hablar de intoxicaciones agudas) superan a las ventajas.

Queda mencionar, por último, la combinación de heroína con algún estimulante (cocaína, anfetamina, etc.), llamada speedball en el argot americano. Se trata de mantener las propiedades apaciguadoras con una intensa excitación del sistema nervioso, cosa semejante a querer subir y bajar a la vez. El caso es que, efectivamente, se logra algo análogo, y durante algún tiempo hay interesantes sensaciones mixtas, con el sosiego interno de lo uno y el vigoroso impulso a comunicarse de lo otro. Sin embargo, el quilibrio resulta inestable. Cuando la administración es intravenosa, y no existe el desfase temporal de efectos -mucho más rápido y breve el estimulante-, las personas tienden a consumir cantidades enormes de lo que excita para hacer frente a lo que apacigua, hasta terminar en estados de calamitosa sobredosificación. Cuando la administración no es intravenosa, suele vencer lo que apacigua.

En ambos casos, la intoxicación resulta cuando menos doble, y los inconvenientes somáticos quizá triples. Calculado para poder exceder los límites donde son soportables tanto heroína como estimulantes, el procedimiento del speedball es sin duda eficaz, pero eso no quiere decir que el organismo haya sido preparado para asimilar semejante cosa. Algo así sólo resulta posible con una extrema mesura -empleando pequeñas cantidades sucesivas del estimulante para contrarrestar la depresión orgánica del analgésico-, y dicha moderación resulta tan difícil en teoría como insólita en la práctica.

No es descartable que se descubra en el futuro algún fármaco capaz de unir lo sedante y lo excitante de un modo quilibrado, sin forzar ambos niveles. Por ahora, la ingeniería farmacológica sólo tiene ciertas esperanzas de descubrir y sintetizar sustancias capaces de retrasar o inhibir la tolerancia a opiáceos en general. Quien pretenda estar algún tiempo por encima del dolor y la apatía, a la vez, quizá logrará algo más próximo al éxito arriesgándose a los albures de un fármaco visionario potente.

Lo previo es aplicable a usuarios de heroína. Pero debemos tomar en cuenta que aquello disponible para la inmensa mayoría de sus consumidores rara vez supera el 5 por 100 de heroína. Lo circulante es o bien morfina de ínfima calidad o drogas de farmacia, en ambos casos cargadas con excipientes como lactosa, cacao en polvo y un largo etcétera.

Es absurdo imaginar que alguien esté alcoholizado bebiendo al día la ginebra que cabe en un cubilete de catador; y también es absurdo pensar que el alcohólico podría mantener su vicio bebiendo vino aguado hasta el 95 por 100. Sin embargo, vemos constantemente a personas convencidas de que puede haber heroinómanos en condiciones semejantes, y -cosa más asombrosa aún- vemos a un número considerable de personas que se consideran a sí mismas heroinómanas.

Lo primero se explica por simple falta de información. Lo segundo porque declararse adorador y víctima de una droga infernal posee perfiles atractivos para masoquistas e ilusos, porque los adulterantes actuales de la heroína son muchas veces drogas adictivas, y porque el complejo montado sobre la heroinomanía ofrece ventajas secundarias. La principal de ellas es irresponsabilidad, seguida de cerca por el hecho de que declararse heroinómano confiere hoy una pauta de vida cotidiana (lenguaje, vestuario, empleo del tiempo, relaciones sociales), así como posibilidades de reclamar atención ajena.

Estas ventajas secundarias impiden asegurar que todos cuantos se declaran hoy heroinómanos seguirían siéndolo (o lo serían efectivamente) si el poducto puro existiese, y tuviera precios asequibles para no millonarios. A mi juicio, parte de ellos sí sería heroinómana -u opiómana-, al menos de modo temporal, como corresponde a personas que padecen altas cargas de angustia. Pero otra parte se encuentra fascinada por el ritual de la aguja, y el papel de víctima draculina. Mientras estuvo disponible a precios poco menos que de coste -como sucedió en Inglaterra hasta el ascenso de la señora Thatcher- pudo observarse que los aprendices de junkies («yonkis» en castellano) se sentían muy frustados, y emigraban a países donde fuera posible escenificar su drama sin hacer el ridículo.

Como contaba cierto atracador juvenil español a un antropólogo:

«El hecho de chutarte te creaba ya una historia. Llegó la moda, te ponías, y era como si fueras más. Es la aguja lo que te engancha. La heroína es una sustancia más, en un momento dado es como el vino. Pero te construyes una vida entera alrededor de eso. Y es como un núcleo tan pequeñajo en el que nadie hace nada, pero nada. Lo único es consumir en un círculo. No es: ahora tengo droga, ahora uso la droga para hacer eso o lo otro. Qué va, una vez que lo has conseguido, a esperar que se acabe, a luchar para que se acabe, para ponerse otra vez a buscar.»

A nivel personal, múltiples administraciones no intravenosas -a veces durante diez días seguidos- nunca se vieron seguidas por cosa parecida a un síndrome de abstinencia, o fenómenos perceptibles de insensibilización. Probé el fármaco por primera vez hace más de dos décadas, y raro ha sido desde entonces el año en que no haya fumado o aspirado algunas o bastantes veces. Quizá sea innecesario aclarar que nunca me fascinó lo más mínimo el papel de yonki. Pero sin esa fascinación me parece difícil que alguien arrostre los trabajos imprescindibles para contraer una verdadera dependencia física.

El análisis del opio y sus derivados recomienda atender, por último, a sus virtudes estimulantes. Parece absurdo sugerir que los opiáceos son drogas productoras de energía en abstracto, como la cafeína o la cocaína, pues eso socava su condición de narcóticos o inductores de sopor. Sin embargo, unos veinte autoensayos con dosis moderadas de codeína y heroína antes o inmediatamente después del desayuno (prescindiendo de café, cacao o té ese día) me obligan a reconocer que crean una estimulación general difusa, cuyos efectos se prolongan con claridad durante tres o cuatro horas, para desaparecer luego de modo muy gradual, sin apenas inducción de cansancio o sueño.

Esta acción me parece tan innegable que considero posible engañar a un usuario ocasional de café (no a un adicto o cafetómano) sustituyendo la cafeína de tres tazas «exprés» por 5-7- miligramos de heroína o 70-80 miligramos de codeína. En ambos casos habrá una disposición superior de energía, sobre todo si la noche previa ha sido breve en sueño y la mañana está cargada de trabajo.

La principal diferencia entre la estimulación del narcótico (en dosis leves) y la del estimulante (en dosis medias y altas) es que los primeros no inducen nerviosidad o rigidez. Si creo que nunca será posible engañar a un cafetómano con heroína o codeína es porque el hecho mismo de elegir un uso intenso de cafeína delata una constitución psicosomática peculiar, más propensa a la apatía y la depresividad. Sólo una constitución que propenda a lo contrario -a estados que rozan la manía, el entusiasmo infundado-, parece capaz de asimilar los opiáceos como estimulantes, quizá porque disuelven o reducen mucho su agresividad natural. Ese tipo de temperamento propenso a sobreactuar, se sentirá pronto demasiado excitado con cualquier estimulante puro, del mismo modo que su opuesto -el apático- usará tales drogas para cortar una espontánea tendencia al decaimiento. Con todo, los apáticos no experimentarán usando opiáceos un decaimiento comparable a la rigidez nerviosa que caracteres opuestos experimentan con excitantes.

A mi juicio, tales paradojas prueban una vez más que las drogas sólo pueden comprenderse de modo realista partiendo de su función, y dicha función depende en enorme medida del carácter individual, así como de las circunstancias que rodean su empleo.

Sobre el uso de opiáceos en dosis leves, para trabajar o comunicarse relajadamente con otros, resta añadir que dos o tres días bastarán para inducir cierta laxitud inconcreta durante el resto de la jornada, y que cuatro o cinco provocarán una sensación general de fatiga, así como indicios de tolerancia. Una semana o algo más en estas condiciones, elevando algo las dosis, suscita disposiciones al letargo tan pronto como decae el efecto del opiáceo, a las seis horas aproximadamente. Esa tendencia cesará en cuarenta y ocho horas si se interrumpe el consumo. El estreñimiento, así como malas digestiones, acompañarán el cuadro de inconvenientes, sobre todo en el caso de la codeína. No conozco mejor remedio para el estreñimiento que una buena cantidad del mejor aceite de oliva (medio vaso de vino) con cada administración.

Innecesario es repetir que dosis altas de cualquier opiáceo harán honor a sus virtudes narcóticas, induciendo un característico cabeceo (dormirse y despertarse alternativamente), que impide tanto realizar cualquier tarea como mantener una simple conversación. Dosis medias reducirán a dos horas o menos el efecto estimulante, aumentando en una medida proporcional laxitud, fatiga y letargo. Mirando la cosa con realismo, el usuario puede considerar que el pago por la euforia disfrutada es una posterior reducción de energía, proporcional a la dosis; si fuesen leves, cada día de empleo se paga con otro de cansancio, y si fuesen medias la experiencia me sugiere que habrá dos días de cansancio. En otras palabras, una o dos semanas de generoso empleo -digamos dos o tres administraciones al día- producirán dos o cuatro semanas de «convalecencia».

En el otoño de 1993, la casualidad de encontrar varios gramos de heroína bastante pura (quizá hasta el 15 o 20 por 100) permitió que mi mujer y yo hiciésemos el ensayo más largo e intenso de nuestra vida. Tras unas cinco semanas de empleo creciente, la suspensión brusca produjo un cuadro de molestias: dolor de espalda parecido al de una gripe, insomnio o sueño poco profundo, necesidad de sonarse como al comienzo de un catarro, incapacidad para concentrarse y un notable cansancio durante el día. Estos síntomas desaparecieron tan pronto como empezamos a administrarnos dosis muy leves, prácticamente no psicoactivas. De ahí que sea juicioso no consumir nunca todo el producto, y guardarse una parte para evitar esas incomodidades.

En los tiempos que corren, donde se supone que la heroína produce una adicción irresistible, los aspectos éticos y estéticos de su empleo nunca se destacarán bastante. Usarla para obtener alegría -potenciando ventajas y reduciendo inconvenientes- es un reto para quien quiera gozar de su libertad, en vez de soportarla tan sólo. Tomar heroína de modo triste, esforzándose por consumir cada vez más, y más a menudo, delata males previos. Asido a la analgesia como el náufrago a su balsa, el adicto es un síntoma de malestar crónico, del mismo modo que el usuario ocasional es un síntoma de lo contrario.

También es cierto que para una vida desesperada no se han descubierto muchos calmantes mejores, y privar de su alivio a quienes sufren -siendo adultos para juzgar por sí mismos- no merece llamarse compasión humana. Pero entre los heroinómanos conviene distinguir al que lo habría sido también en condiciones de mercado libre y al yonki, que es una figura desconocida antes de la prohibición, y depende de algo satanizado, adulterado y artificialmente encarecido. Aunque este sujeto parece violar la prohibición, lo que en realidad hace es confirmarla; obra justamente como prevé el represor, y no sabemos a priori si eso le viene de aprender un papel, social o psicológico, o de que su estado de ánimo básico es el sufrimiento. En cualquier caso, ofrece un modelo puro de identificación con el agresor, como la bruja arrepentida del siglo XVI o el judío pronazi que apareció en algunos campos de exterminio.

Por lo que respecta al síndrome abstinencial, debo complementar lo antes expuesto con un consejo para quien realmente depende de algún opiáceo y quiera suspender su empleo evitando padecer efectos secundarios. Mi experiencia proviene de un amigo íntimo, acostumbrado desde hacía casi un año a consumir diariamente medio gramo de heroína callejera (unos 50 miligramos de heroína real, dada su buena fuente de aprovisionamiento), que se desintoxicó sin el menor síndrome orgánico adverso con un sistema muy sencillo, reduciendo gradualmente dosis durante cuatro semanas. Al caer la tarde tomaba dos comprimidos de un analgésico legal y no psicoactivo (concretamente clorhidrato de dextropropoxifeno), y 120 miligramos de codeína (usando cualquiera de los muchos otros específicos con base codeínica vendidos en las farmacias). Mi amigo no sufrió en ningún momento el cuadro clínico llamado mono, y al terminar el mes suspendió la medicación recién mencionada; tampoco entonces padeció manifestaciones de malestar.

Datos como este pueden ser desalentadores para más de un aspirante a yonki, y para más de un diplomado en drogoabusología. Pero valen más experiencias que advertencias -al menos allí donde reina la buena fe. Los inconvenientes de un método como el recién mencionado no afectan a quien realmente haya decidido suspender algún hábito de heroína; el expuesto es un método barato, libre de patetismo y atenciones ajenas, totalmente legal.





BIBLIOGRAFÍA

ESCOHOTADO, A. Historia General de las Drogas. Pág. 1214-1224. Ed. Espasa, 2005

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