4 jul 2008

OPIO

HISTORIA GENERAL DE LAS DROGAS



FENOMENOLOGÍA DE LAS DROGAS

Opio
Posología
Efectos subjetivos
Principales usos




Actualmente es muy difícil encontrar opio salvo en Asia Menor y Oriente, aunque la adormidera sigue creciendo silvestre en buena parte de Europa y Rusia. Los principales cultivadores legales del mundo (a fin de obtener codeína, sobre todo) son India, Australia, Hungría, Bulgaria, Unión Soviética y España.

La adormidera es una hierba anual, que alcanza entre 1 y 1,5 m. de altura y no plantea problemas de cultivo, pero es más caprichosa que el cáñamo, por ejemplo, y a veces sencillamente no brota; la mejor siembra se hace a finales de otoño, aunque puede hacerse otra a principios de primavera, cuando falta poco para recoger la otoñal. Su rendimiento en opio y semillas (usadas con fines gastronómicos) han hecho de ella una planta única para terrenos muy duros de cultivo y mal comunicados, pues incluso allí resulta rentable para el agricultor. La calidad del producto crece en proporción al arraigo de su cultura en cada lugar; Andalucía, Turquía, Grecia y Persia obtienen opio de hasta tres veces más contenido en morfina que Laos o Birmania, y del doble que en India.

Cuando las semillas están todavía inmaduras, una leve incisión en la cápsula produce un látex blanco que al contacto con el aire se torna marrón (y en algunos tipos de planta negro). Esas gotas son acumuladas y constituyen una masa maleable de opio crudo, que se convierte en opio cocido (lustroso y quebradizo) mediante procedimientos como fumarlo en ciertas pipas o cocer en agua esa materia, cuidando de hacerlo justamente el tiempo debido y sin sobrepasar los 80º. Esos procedimientos son importantes, pues el opio crudo es mal asimilado por el estómago, y peor aún por otras vías.

El sistema que practican algunas zonas de Irán es quizá el más refinado, y el que mejor aprovecha el producto en sus distintas etapas. Las incisiones se hacen a la hora del crepúsculo, y el látex es recolectado al alba. La masa resultante, recogida primero con espátula en placas y luego acumulada sobre una superficie, es batida allí con grandes rodillos que accionan varias personas, quizá para producir un calentamiento adicional que permita fumarlo sin daño para el pulmón. Las barras -con color de yema tostada todavía- se fuman poniéndose junto al pequeño orificio de la cazoleta al lado de un carbón sujeto por una pinza. Lo que va acumulándose dentro de la pipa (el opio curado), se puede volver a usar -fumado, comido o bebido-, pero esas primicias son apreciadas por sus virtudes estimulantes. La gentileza de un iraní me permitió comprobar que, en efecto, el producto apenas tiene entonces propiedades narcóticas.



Posología

Las grandes diferencias en actividad entre unas adormideras y otras, de acuerdo con su localización, y las no menores que hay entre procedimientos de manufactura, hacen imposible fijar el margen de seguridad con mínima exactitud. De hecho, esas incertidumbres llevaron a descubrir los alcaloides del opio, pues sólo así podría conseguirse una dosificación precisa.

Suponiendo -lo cual es mucho suponer- que el opio posee un contenido medio de morfina próximo al 10 por 100 (un tercio menos que el de Esmirna y un tercio más que el de Bengala), la dosis letal media para un adulto puede rozar los 70 miligramos por kilo de peso, que para una persona próxima a los 70 kilos equivalen a unos 5 gramos. Sea como fuere, esa cantidad es monstruosa de una sola vez en un neófito, pues veinte veces menos producen una ebriedad notable, que dura más de seis horas. Además, se conocen casos de coma y muerte con sólo 3 gramos de una vez, y por experiencia propia puedo atestiguar que la simple dosis activa produce efectos anormalmente fuertes en personas susceptibles o alérgicas.

Ya Galeno, en el siglo II, enumeró como gran virtud del opio «refrigerar», y hoy vemos ese efecto como una cierta hibernación generalizada. Baja la temperatura, se reducen las necesidades asimilativas y, consecuentemente, baja el ritmo de funcionamiento corporal, mientras el excedente energético se distribuye como una sensación de cálida homogeneidad. Las pupilas se contraen, y al ritmo en que el sistema nervioso va perdiendo tensión el acto de respirar se hace progresivamente leve. La etapa de intoxicación grave incluye depresión y coma respiratorio, reversible o no dependiendo del momento en que se combata; cafeína, anfetamina y cocaína son, por cierto, buenos remedios inmediatos en estos casos, siempre que puedan inyectarse o absorberse nasalmente, pues en otro caso se vomitarán de inmediato. Uno de los efectos leves aunque engorrosos -especialmente en casos de administración regular- es el estreñimiento, cosa comprensible atendiendo la situación de pereza inducida en el aparato digestivo por la hibernación del organismo.

A nivel de distribución, los elementos más activos del opio dejan la sangre pronto, y se alojan sobre todo en vísceras parenquimatosas (riñon, pulmón, hígado, bazo). Sólo una mínima fracción queda en el sistema nervioso, aunque basta para deprimir las respuestas que viajan desde los centros receptores de dolor a los responsables de una reacción consciente al dolor mismo.

La tolerancia al opio es alta. Un habituado puede estar tomando dosis diez o veinte veces superiores al neófito sin experimentar efectos más marcados. También es cierto que la mayoría de los habituados antiguos -con acceso al producto puro y barato- usaron mecanismos de autocontrol periódico, reduciendo progresivamente las dosis, y que lo normal en campesinos es longevidad (comparativamente hablando), con hábitos capaces de prolongarse durante treinta o más años. Es la parte de potencial «familiaridad» aparejada a este fármaco, que reduce el coste físico y aumenta las defensas si no hay consumo desmesurado; gripes y procesos catarrales son cosas prácticamente desconocidas para el usuario cotidiano, como bien se supo desde las viejas triacas grecorromanas.

El otro lado de la tolerancia es la desmesura, que crea el ya mencionado efecto paradójico: desaparece la euforia o apaciguamiento, y en su lugar emerge un ansia de nuevas dosis para sentirse normal. Cuando alguien se encuentra en esta absurda situación -intoxicarse para no sentirse intoxicado-, puede experimentar un síndrome de abstinencia si no renueva dosis crecientes. Por eso se discute qué dosis, y cuánto tiempo, pueden ser necesarios para llegar a semejante estado. Atendiendo a consumidores muy atentos, del siglo pasado y éste, podría cifrarse dicha cantidad en 2 gramos diarios si se tratase de opio excelente, y de 4 u 6 gramos en otro caso, administrados durante dos o tres meses, hablando siempre de opiófagos o comedores de la droga. Si fuese fumada cabría reducir algo las cifras, y en caso de inyectarse la reducción de tiempo y dosis podría llegar al 50 o 70 por 100, aunque parece improbable que alguien decida asimilar cotidianamente tales cantidades por esa vía, ya que representan jeringas propias de ganado vacuno. Dosis inferiores no crean las condiciones para un síndrome abstinencial notable. En 1970 experimenté con 2 gramos diarios de opio farmacéutico (en tres inyecciones) durante seis días consecutivos, sin notar efectos físicos o psíquicos al retirarme, ni ansia alguna de la sustancia; dosis mayores -ensayadas inmediatamente después- me produjeron efectos básicamente desagradables, aunque sostuve su administración durante tres días más.

Interesa, pues, precisar las condiciones del síndrome abstinencial en el opio, allí donde un consumo suficiente llega a producirlo. Atendiendo a los opiómanos más elocuentes -que escribieron sobre sus abusos- habría que distinguir dos tipos de males: uno es cierta especie de gripe leve o grave (dependiendo del grado de acostumbramiento o nivel de dosis), y otro el trastorno general del ánimo. La especie de gripe se caracteriza por bostezos, sudoración, secreciones nasales, respiración agitada, temblores ocasionales, carne de gallina, calambres en las piernas y retortijones; en casos rarísimos puede haber crisis convulsivas y muerte, aunque lo normal sea que esos síntomas vayan remitiendo hasta desaparecer por completo en tres días. El trastorno general del ánimo -mucho más duradero- puede ser una pérdida de límites entre vigilia y ensoñación, terminado en un insomne desasosiego crónico, acorde con los «terrores que el opio guarda para vengarse de quienes abusen de su condescendencia». Son palabras de un literato, escritas a principios del siglo XIX.



Efectos subjetivos

Desde que acaba la Inquisición contra la brujería, el opio es el fármaco predilecto de muchas casas reales europeas (Suecia, Dinamarca, Rusia, Prusia, Austria, Francia e Inglaterra). El número de escritores y artistas que lo consumen regularmente ocuparía páginas enteras, y baste mencionar entre otros a Goethe, Kearts, Coleridge, Goya, Tolstoi, Pushkin, Delacroix o Novalis. La actitud del hombre medio, durante el siglo XVIII, aparece en el tratado de un tal J. Jones.

En el siglo XIX podemos atender a dos testimonios. Uno es el de T. de Quincey, filólogo y escritor, que en 1822 publica un libro de enorme éxito sobre sus experiencias con la droga.

El otro testimonio nos viene del médico G. Wood, presidente de la American Philosophical Society.

Todavía en 1915 un artículo aparecido en el Journal de la Asociación Médica Americana seguía confirmándose el juicio de Sydenham, llamado el «Hipócrates inglés».

Mis experiencias -breves y con material muchas veces poco controlado a nivel químico- sólo tienen el valor de la primera mano. Por vía intravenosa, la sensación inmediata era un calor generalizado, que se concentraba sobre todo en el cuello, seguida por un largo período de ensoñación que va convirtiéndose muy poco a poco en sopor puro y simple, terminado por un largo sueño. Moverse suscitaba vómito, y para evitar esto -así como una marcada lasitud muscular- acabé optando por permanecer tumbado la mayor parte del día; los picores que acompañan al efecto, no desagradables del todo, fueron la principal manifestación física. Años después pude probar opio líquido de excelente calidad, casi siempre mezclado con café, que al dosificarse cuidadosamente permitía esquivar la postración. Ulteriores experiencias -por vía oral y rectal, con productos muy adulterados -no añadieron prácticamente nada al conocimiento acumulado antes.

Para evaluar el poder analgésico de esta droga hubiera debido administrarla en presencia de distintos dolores o sufrimientos. Como no fue ese el caso, únicamente puedo aludir a dos aspectos que me parecen de interés. El primero es la ensoñación en sí, que los ingleses llaman twilight sleep («sueño crepuscular»), donde se borran los límites entre despierto y durmiente; las fuentes que elaboran los sueños dejan de ser compartimientos cerrados, y o bien la conciencia se aguza hasta penetrar en esos dominios o bien lo subconsciente queda libre de ataduras. En cualquier caso, es algo tan insólito como estar soñando despierto, que comienza con la sensación de reposar sobre un punto intermedio, donde percibir e imaginar dejan de ser procesos separados. En ningún momento se pierde la conciencia de ese hecho -ni de hallarse uno intoxicado por algo-, lo cual explica parte de las loas habituales en conocedores. El contacto inmediato entre la esfera imaginativa y la perceptiva abre posibilidades de introspección, aunque sólo sea porque permite examinar detenidamente nuestros sueños mientras se están produciendo, sin necesidad de cortar contacto con ellos e interpretarlos cuando estamos ya completamente despiertos.

A nivel intelectual o espiritual, el segundo aspecto interesante de la intoxicación con opio es mayor distancia crítica con respecto a las cosas internas y externas. Uno no está tan comprometido con sus opiniones rutinarias como para ignorar las insuficiencias de cada criterio, y es menos difícil cambiar de idea por razones no impulsivas sino reflexivas. Al contrario de lo que sucede con otras drogas de paz, que actúan reduciendo o aniquilando el sentido crítico, la ebriedad del opio y sus derivados deja básicamente inalteradas las facultades de raciocinio, al menos en dosis leves y medias. Se diría que no apacigua proporcionando alguna forma de embrutecimiento, sino por la vía de amortiguar reflejos emocionales primarios en beneficio de una ensoñación ante todo intelectual. De ahí, también, que puedan irritar más de lo común intromisiones, ruidos y actitudes de otros, cuando bajo los efectos de alcohol o somníferos, por ejemplo, ese tipo de estímulo se pasa por alto, e incluso se agradece. Sin embargo, es rarísimo que la irritación desemboque en conducta agresiva (su elemento es más bien la ironía, o el deseo de aislarse), al revés de lo que acontece con otras drogas de paz, pues además de faltar el nivel habitual de impulsividad falta disposición a moverse, chillar, etc.

Experimentos hechos con distintos animales -aves, insectos, ganado- muestran que reduce espectacularmente la agresión intra y extragrupal.



Principales usos

Las dificultades de dosificar con exactitud, derivadas a su vez de las variables composiciones de cada opio, hicieron que la medicina occidental prefiriese usar alcaloides (morfina, codeína, papaverina, noscapina, etc.) para fines analgésicos y de otro tipo. El opio apenas si se emplea como astringente o antidiarreico en algunos preparados, y atendiendo a la mala fama actual se diría que no sirve para nada.

A mi juicio, sigue siendo la mejor droga de paz. Sus defectos los tienen, en mayor medida aún, aquellos fármacos que pretenden presentarse como sustitutos suyos mejorados. En buena parte de Asia y Europa era habitual emplear opio en pequeñas dosis hasta con bebés y niños pequeños, a título de sedante, y para adultos deberían distinguirse dos usos básicos. El ocasional -contra dolores y sufrimientos, desasosiego, angustia y, en general, estados de ánimo marcados por la ansiedad- y el regular; este segundo tiene poco sentido antes de acercarse el fin de la segunda edad, y en algunos casos parece indicado (controlando suavemente el aumento de dosis) para recorrer la tercera hasta su término.

El uso ocasional, arriesgado en proporción a la falta de familiaridad de cada persona con el fármaco, tampoco tiene sentido para hacer frente a trastornos crónicos o que duren más de dos o tres meses seguidos, pues para evitar algo quizá remediable de otra manera el sujeto corre el riesgo de contraer involuntariamente una dependencia; si absurdo es cazar moscas con balas para elefantes, más aún lo es tratar de poner remedio con males superiores a la enfermedad.

Sin embargo, esto no es aplicable al empleo metódico que prepara para los sacrificios de la edad senil, y podría acompañarla. No está probado que dicha costumbre acorte la vida o envilezca el carácter; sí está probado, en cambio, que es compatible con una larga vejez y protege de varios achaques, sin duda por los cambios orgánicos que induce el acostumbramiento. Mientras no se descubra un euforizante superior, creo que si los viejos pudieran recurrir al opio -como durante milenios sugirieron los médicos- eso les defendería hoy de fármacos mucho más ásperos (y no menos adictivos) para sobrellevar la parte amarga de su condición.

Al mismo tiempo, tengamos en cuenta siempre que el síndrome abstinencial no es lo decisivo, y que si una persona quiere realmente dejar el opio no le disuadirán unos pocos días de incomodidades, reducidas al mínimo empleando un método de deshabituación muy gradual. Bastante más difícil es soportar algunas molestias a largo plazo (trastornos del sueño, por ejemplo), y un generalizado desorden psíquico. Si el individuo llegó a hacerse dependiente, tomando dosis cada vez más altas durante meses y meses, es porque tenía un previo desequilibrio, y o bien el problema dejó de existir o bien subsiste; en tal caso ahora habrá de enfrentarse a él por otros medios, y las dificultades genéricas aparejadas a cortar un hábito se añaden a las de soportar aquello mitigado o velado por él.

Por último, queda recordar que la costumbre de administrarse opio va haciéndose menos euforizante a medida que la dosis y su frecuencia aumentan. Cuando alguien ha llegado a perderse el respeto hasta el punto de no controlar su consumo, tener esa droga le producirá tanta ansia como no tenerla; si falta deberá buscarla frenéticamente, y si existe deberá emplearse no menos frenéticamente en consumirla. Veremos la situación con algo más de detalle luego, expresada por heroinómanos actuales. Practicado sin mesura, todo hábito farmacológico sabotea sus propias posibilidades de satisfacción.. Precisamente en esto radica el componente ético del asunto; podemos tratar de olvidar que el espíritu sólo es espíritu siendo libre, y tratar de olvidar que la eticidad es un desafío a la parte irracional de uno mismo. Pero cuando semejante olvido acontece, el resultado nada tiene que ver con una satisfacción.

¿Qué hay sobre el uso del opio cuando ni la vejez ni un mal pasajero lo recomiendan?. Cabe decir que quien se acerque por mera curiosidad podría salir esquilmado. Pero este tipo de motivo -análogo al que mueve a recorrer un museo, leer sobre cierto tema o visitar un nuevo país- previene mucho mejor que otros la formación de hábito; si el sujeto acabara desarrollando una dependencia, es innegable que sufría (sabiéndolo o no) un desequilibrio previo. En tal caso, formaba parte de los que se acercan al opio por razones de medicación, y no de autoconocimiento.

Aunque haya excepciones, el opio inhibe la concupiscencia, haciendo que resulte muy difícil (o imposible) alcanzar orgasmos mientras duran sus efectos. Con todo, no lesiona esta función, que emerge otra vez a las seis u ocho horas de haberlo administrado.



BIBLIOGRAFÍA

ESCOHOTADO, A. Historia General de las Drogas. Pág. 1197-1205. Ed. Espasa, 2005

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