3 jul 2008

PARA UNA CIENCIA DEL PLACER FARMACOLOGICO


PARA UNA CIENCIA DEL PLACER FARMACOLÓGICO



En el mundo de la psiconáutica –una expresión acuñada por Ernst Jünger a mediados de siglo- el bagaje teórico/práctico de Jonathan Ott es incomparable. Su monumental Pharmacotheon: drogas enteogénicas, sus fuentes vegetales y su historia (Libros de la Liebre de Marzo, Barcelona, 2ª edición revisada 1996), dejó por eso atónitos a conocedores y curiosos. Aunque todavía no haya cumplido los cincuenta años, Ott lleva más de dos décadas siendo una figura muy destacada de la ilustración en este terreno, que organiza simposios internacionales, publica media docena de libros, funda revistas y editoriales, descubre e investiga como químico nuevas o viejas substancias psicoactivas y, en definitiva, contribuye a poner conocimiento y razonamiento donde otros siembran ignorancia y sofismas. Ahora ofrece al lector en castellano su último libro: Pharmacophilia, o los paraísos naturales (Phantastica, Barcelona, 1999), que vuelve a ser una fiesta. Con un aparato crítico prácticamente exhaustivo, como acostumbra, Ott plantea el sentido de los vehículos de ebriedad en la vida humana. ¿Cómo actúan en el organismo? ¿De qué nos sirven? En primer término, las drogas no sólo no son paraísos artificiales –como propuso Baudelaire, profeta original del prohibicionismo-, sino los únicos paraísos naturales dignos de ese nombre, junto con los goces del bajo vientre y el paladar. Comparados con los deleites farmacológicos, los deleites de la poesía, las artes plásticas o la ciencia son incomparablemente más artificiosos, y pretender lo contrario es alinearse con “la pálida lascivia religiosa” (William Blake), obstinada en considerar que lo natural o animalmente placentero resulta pecaminoso. En segundo lugar, las generalizaciones sobre efectos de tales o cuales psicofármacos omiten el formidable peso de la individualidad, que gobierna como “idiosincrasia” los efectos de cualquier ingesta, por cualquier vía. Un estimulante se convierte en un sedante, un sedante en un desinhibidor, un alucinógeno en un hipnótico y así sucesivamente, dependiendo de la persona y el momento. Un campo ebrio, infinitamente complejo y autoproducido, es el responsable de todos los fenómenos en este orden de cosas, y Ott recuerda que “los animales dados a buscar la ebriedad con más avidez pueden ser los más inquisitivos, audaces e inteligentes” (pág. 63). En tercer lugar, toda iniciativa que coarte la idiosincrasia psicosomática es idiotez, además de cruel opresión. Desprovistos de la droga específica que les vendría bien para trabajar, dormir, fornicar, sobrevivir, etc., o ignorantes en esa materia, los individuos no suelen reaccionar con una actitud abstemia, sino recurriendo a otra u otras drogas, siempre inadecuadas y casi siempre más tóxicas. De ahí que sea un deber humano, equiparable a libre conciencia e información veraz, averiguar las idiosincrasias singulares, que finalmente se ligan al “circuito de recompensa” de cada sistema nervioso. En la sección quizá más brillante de su libro, centrada en ayuda propia y ajena, Ott propone dejarse de pamplinas y envederar por la “ingeniería farmacológica”. Por ejemplo, elaborando opiáceos o anfetaminas con un factor de tolerancia menor o nulo, que podrían seguir haciendo el mismo efecto sin necesidad de aumentar la dosis. Por ejemplo, investigando enzimas orientadas a una mejor metabolización del alcohol. Por ejemplo, otorgando al tabacómano tanta nicotina como desee (pues la nicotina no le perjudica), sin necesidad de absorber alquitranes (que son la causa de todos sus males), mediante dispositivos capaces de disfrutar lo primero sin cargar con lo segundo. Por ejemplo, inventando o poniendo en circulación drogas visionarias de efecto breve o muy breve, que no requieran viajes de ocho o diez horas. Químico profesional, impuesto a fondo en neurofisiología, el autor nos lleva de paseo por un mundo de amables posibilidades, vetadas por el oscurantismo. No conozco ningún libro más informado sobre la cuestión, y me atrevería a asegurar que no existe. Ott es el hombre que más sabe sobre psicofármacos del planeta, sin perjuicio de ser un culto humanista. Como él mismo dice, “la política pragmática es nuestro derecho [...] Si las drogas con las que nos deleitamos causan perjuicio, suavicemos sus efectos, desactivemos sus peligros. Si las personas quieren disfrutar de los euforizantes, que obtengan los placeres más puros” (pág. 80). Un espléndido índice analítico, y amplísimas referencias, tratadas por vía de notas, contribuyen a hacer de Pharmacophilia (esto es: “amor a las drogas”) un compendio de neurociencia, sentido común y practicidad.

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