CRONICA MARGINALL
Las aventuras de Marta, la rosarina ( Durante Noviembre de 1983 )
Dejé a Gabriela en la Terminal de Retiro, la despedí y me encontré de golpe, sola en Buenos Aires, sin nada que hacer, ni esa tarde, ni al siguiente día, ni al otro. Sin rumbo ni mañana, sin programa ni proyecto, con una sensación extraña, mezcla de libertad gratificante, soledad, y vacío extremadamente angustiante. Me resulta imposible encontrar una palabra que defina estas sensaciones tan encontradas y simultáneas.
Regresé caminando desde Retiro, no tenía apuro y nadie me esperaba en el Hotel. Por el camino llamé por teléfono a mi padre, para avisar de la partida de Gabriela y le mentí que el celular se había quedado sin carga, como para asegurarme la no comunicación al menos hasta el día siguiente. Tomé alguna cerveza, no recuerdo dónde, pero sí me acuerdo que me puse a observar a la gente que pasaba por la calle, señores de traje, apurados, mamás con sus bebés en changuitos, una señora mayor con bolsas del supermercado, y trataba de imaginar como sería su casa, su familia, el lugar donde dormían y hasta creo que inventaba situaciones puntuales entre ellos, diálogos, cosas de la vida cotidiana.
Estuve allí hasta que se hizo casi de noche, seguí caminando hasta que me cansé y tomé un colectivo; cerca del hotel me bajé, entré a la habitación donde el calor era insoportable, me di un baño y salí a buscar un lugar donde cenar.
Caminaba por la calle, cuando vi a un muchacho joven, con la pierna derecha amputada y sostenido por una muleta, apoyado contra la pared. Como al pasar junto a él encendí un cigarrillo, se me acercó y me pidió uno. Le dije que sí, se lo di y al entregarle el encendedor, le pregunté, sin pensar y con naturalidad. “¿Sabés dónde puedo comprar un papelito por acá?”. “Creo que sí, respondió, pero primero te invito a tomar una cerveza”. Había dicho las palabra mágica: cerveza.
Caminamos hacia un quiosco, charlando como si hubiéramos sido amigos desde siempre. Me contó que se llamaba Roberto, y cuando pregunté que hacía en ese lugar, dijo “No sé, boludear, creí que estaba por Caballito y resulta que esto es Almagro. Me fui al carajo, estoy medio perdido”. Compartimos la cerveza sentados en un umbral; habrán sido cerca de las 23:00 hs. Le conté que también yo estaba boludeando, instalada en un Hotel, y sin mucho que hacer más que procurar un papelito.
Nunca supe cuál fue el motivo de la amputación de su pierna derecha a la altura de la rodilla, lo escuché contar diferentes versiones según fuera su interlocutor: a una señora mayor le habló de un accidente en las vías del tren, donde se cayó por viajar colgado por no poder pagar el boleto; a un hombre le dijo que se le gangrenó por no curar una herida de bala de la policía etc. Cuando yo le pregunté directamente que le había pasado, se puso muy molesto “Esto es algo de lo que no voy a hablar”, dijo.
Subsistía pidiendo monedas en los colectivos, mostrando una falsa credencial de portador de HIV. Desde el momento en que me conoció, no “trabajó” más, simplemente sacábamos dinero del Banco cuando hacía falta.
Volviendo a la noche del encuentro, finalmente desistimos de la compra de merca y terminamos tomando cerveza con otros habitantes de la Plaza de San Telmo. Un chico tocaba la guitarra, se sumaron unos turistas alemanes, que fueron muy bienvenidos porque pagaron varias botellas y otros tocaban tamboriles mientras cantábamos a coro. No recuerdo el regreso al Hotel, pero a la mañana siguiente desperté y vi a Roberto desparramado en la cama de al lado de la mía. La cabeza se me partía y mi estómago estaba revuelto. Me di un baño y salí a comprar la cura para la resaca: más cerveza.
A partir de ese día, empecé a observar en Roberto actitudes extrañas, paranoides. Al principio parecía una persona amable, ocurrente y divertida, pero después vivía todo con una paranoia que nunca había visto. Veía policías de civil por todos lados, o “Aquellos que se sentaron en la mesa de al lado nos miran demasiado, fijate”, “Ese auto pasó dos veces”. El policía de la esquina se paró porque nos vio reflejados en la vidriera de enfrente”, etc. Cosas muy absurdas, rebuscadas y, sobre todo, muy molestas.
Decía que teníamos que “desaparecer en la ciudad” para lo que debíamos estar siempre en lugares con mucha gente.
Estuvimos en el Hotel hasta que el encargado le pidió que se registrara, cosa que no pudo hacer por falta de documentos, así que le pidió que se retirara. A mí no, porque tenía pago hasta fin de mes y me quedaba como una semana. Además, era imposible disimular su entrada o salida del Hotel, ya que la muleta metálica y sin puntera, hacía un ruido inconfundible en las escaleras y piso de mármol del edificio.
Cuando tuvo que retirarse del lugar, bastó que dijera “Vos venís conmigo” para que yo obedeciera sin siquiera pensar en resistirme a la idea. No alcanzo a entender por qué; perdí totalmente la voluntad, no sabía en que terminaría esta historia, ni cuándo; simplemente, las cosas sucedían, y yo no tenía control ni tenía ganas de tenerlo.
Nos fuimos del hotel una noche muy calurosa, que terminó en con terrible tormenta de lluvia y viento. Dejamos allí mi equipaje, a cambio de no reintegrarme el dinero de los días de alojamiento que me faltaban.
En taxi, recorrimos otros lugares, hoteles, conventillos y no hubo forma de encontrar alojamiento, porque era muy tarde; en algunos lugares no nos atendían, o nos decían que estaba lleno. Terminamos pasando la noche en un telo en Constitución.
Pasamos varios días yendo de un lugar a otro. Durante el día vagábamos, sin rumbo.
Por ahí tomábamos sol y cerveza en algún parque, o mirábamos vidrieras en el centro, o recorríamos ferias de artesanos, y, por la noche, de vuelta al telo, que era diferente según fuera la zona donde estuviéramos.
Un día decidimos (o decidió Roberto) ir a Córdoba, a lo que, obviamente, accedí obedientemente. Cuando fuimos a buscar mi equipaje el Hotel, el encargado me dijo que papá había llamado varias veces por teléfono, y fue ahí que me di cuenta de que dos días antes había sido mi cumpleaños. Ya había cortado todo contacto con mi padre, creo que fueron 9 ó 10 días en que no me animaba a llamarlo. Sabía que estaba sufriendo mucho por eso, pero no sabía qué decirle ni tenía explicaciones para darle. Cada vez que su imagen se me presentaba en la mente, la descartaba y trataba de pensar en otra cosa.
Fuimos a Córdoba en micro, y la paranoia de Roberto se incrementaba con el consumo de cocaína y alcohol. Durante las primeras horas de la mañana estaba relativamente normal, pero a medida que transcurrían las horas y empezábamos a consumir, las persecutas se hacían insoportables.
A ésta altura de los acontecimientos, tenía en su poder mi DNI, la tarjeta del banco, y mi celular, que siempre permanecía apagado. No recuerdo en qué momento me los quitó o si se los di voluntariamente, para el caso es lo mismo.
Sentía que debía hacer algo para detener mi consumo, pero no sabía qué. Pensaba en regresar a mi casa; quería hablar con papá, decirle “No estoy bien , ayudame, viejo”, que me abrazara, y detener mi cabeza que funcionaba a mil, saturada de imágenes, colores, situaciones que se repetían una y mil veces. Quería dar desahogo al dolor y localizarlo en cualquier parte, fuera de mí, para lo que volvía a tomar, excitándome una terrible sensación de gran poder físico y mental y el dolor desaparecía, era como si me hubiera muerto, saliéndome de la vida, sin voluntad ni iniciativa, dejando que todo se moviera alrededor, y aunque todo se tambaleara, no mover un dedo, con frío en los pies y fuegos artificiales en el cerebro.
Cuando llegamos a Córdoba, nos quedamos en los alrededores de la Terminal de Omnibus, donde Roberto era ahora “el Beto”, según sus amistades. Dejamos otra vez el equipaje en una pensión, donde lo conocían pero, según el encargado, no había lugar, cosa que no creo, porque me inclino a pensar que los espantaba nuestra facha, mezcla de hippies y mendigos, con los ojos extremadamente encendidos, boca pastosa y aliento alcohólico. El tema es que recorrimos todos los bodegones y bares de la zona, “el Beto” saludaba a todo el mundo y le decían lo bien que se lo veía, más gordito, y limpio. No me imagino cómo andaría antes, porque si estaba bien así, antes debía ser una verdadero desastre.
La mayoría de sus amigas eran prostitutas, muy jóvenes pero sin pinta de trolas, a diferencia de las de Buenos Aires, vestidas de vaqueros, zapatillas, sin la “producción” de aquellas. No me había dado cuenta que trabajaban en la calle hasta que Sergio me dijo. Seguíamos sin alojamiento fijo, situación que no nos preocupaba demasiado y nuestras noches transcurrían, después de mucho alcohol y drogas en los telos, donde generalmente nos acompañaba alguna de sus amigas.
Yo prácticamente no hablaba, estaba siempre colgada de cualquier cosa. Recuerdo que alguien le preguntó quién era yo y respondió “es una Panchita”. Cuando pregunté a Roberto qué era, me dijo que un Pancho no es ni policía ni ladrón o marginal, es alguien del medio.
En el telo, había sexo entre ellos, y a veces ligaba yo, pero estaba más ocupada en la droga que en el sexo, y los miraba como quien mira una película ya vista otras veces.
Roberto solía estar siempre rodeado de esas chicas, de no más de 16 ó 18 años. Les daba consejos, que debían cambiar de vida, casarse, tener hijos, dejar de hacer cagadas, dejar de lado las drogas , el alcohol etc. Etc. Y después compraba (con mi dinero, claro), cerveza y cocaína para todos y se llevaba a alguna al telo donde seguía con sus discursos de redentor.
Una noche, no tengo claro por qué, discutimos en la calle, y me gritó; la gente nos miraba, vino un policía a ver qué pasaba, me puse detrás de él pidiéndole que me llevara a la Seccional, que quería volver a casa, que me devolviera mis cosas, pero que no me dejara con él. Sergio le dijo que no me diera bola, que estábamos tomando drogas y alcohol desde la mañana y lo convenció que yo estaba alucinando o algo así. El tema es que el milico dijo “arréglense ustedes” y se fue. Esto sucedió varias veces, y siempre el resultado de mis pedidos fueron los mismos. Por lo visto, no era demasiado creíble.
Tengo como flashes de diferentes situaciones que vivimos en Córdoba.
Un mediodía estábamos sentados en un cantero que rodea un árbol de la vereda, hablando de cualquier cosa, y de golpe sentí un aliento extraño cerca de mi cabeza. Me di vuelta rápidamente y vi, pegada a mi cara, la cara de un perro blanco, enorme, y fue tal la espantada que pegué, que el perro se asustó y salió como despedido hacia el lado de la pared. Detrás del perro había una correa y al final de la correa, un hombre que no sabía cómo pedirme disculpas por el susto, a lo que respondí que lo correcto era que yo pidiera disculpas al perro, porque casi lo maté de un paro cardíaco. Nos reímos tanto que parecía que mi estómago iba a estallar. Debemos haber estado horas riéndonos de la misma situación y la imagen de la cara de pánico del perro estuvo en mi mente todo el día, era como una foto, fija.
Las prostitutas aparecían por las tarde, antes del anochecer, hablaban de sus familias, hermanos, hijos, que la mayoría tenía a pesar de su corta edad. Alguna me contó que quería estudiar, terminar el secundario que abandonó por el embarazo; salía a trabajar con su suegra porque el marido estaba preso. La suegra era una mujer realmente fea, gorda, desdentada que encaraba a los posibles clientes ofreciéndose ella y a la nuera.
Una noche estábamos en un bar con cuatro chicas más, comiendo pizza y por la vereda de enfrente pasó un hombre. Alguien dijo “ese es fulano” y se paró, el resto hizo lo mismo, lo corrieron hasta alcanzarlo y le dieron una tremenda paliza. El tipo no se defendió en absoluto, se cubría la cabeza con los brazos y, desde donde estábamos, podía escuchar el ruido de los golpes y patadas. Cuando se cansaron de pegarle, volvieron a la mesa, como si nada; resultó que éste hombre había golpeado al hermano de una de ellas cuando estaba tan borracho que no podía defenderse.
Otro episodio que recuerdo bien fue de un día, en que caminábamos por la vereda Roberto, dos chicas más y yo, y pasamos junto a un grupo de tres muchachos; a decir verdad, yo no escuché nada, pero según Roberto, alguien se burló de su pierna amputada y dijo algo así como “Mirá el rengo, debe tener una tercera pata para estar rodeado de mujeres así”. El tema es que este regresó y, sin decir palabra, le pegó a uno un muletazo en la espalda, los otros reaccionaron, intentaron agarrarlo y ahí vi a las dos chicas que se prendían de los pelos de los tipos. Se convirtió en una batalla campal. Yo había encontrado una perrita chiquita esa mañana ,y la llevaba en brazos; me tomé tiempo para meterla en la mochila y dejarla en un umbral antes de meterme en la pelea.
Fue tal la batahola que vinieron dos patrulleros y nos llevaron presos a todos. Hasta antes de la llegada de la policía, era una pelea entre dos bandos, pero cuando nos empezaron a agarrar la cosa cambió. A mí me doblaron el brazo y me tiraron sobre el capot de uno de los patrulleros y pude ver cómo uno de los muchachos con los que minutos antes nos habíamos revolcado en el piso, tiraba una patada al policía que me agarró, defendiéndome de él. A partir de allí hicimos causa común. Eramos todos nosotros contra la policía.
Tuvimos que esperar que llegaran mujeres policías y nos subieron a un celular; en mi posición no podía ver dónde estaba el resto, pero le rogué tanto a uno de los milicos, que me trajo la mochila con la perrita y luego de revisarla, me la entregaron en el momento de subir al celular. Ibamos todos sentados totalmente a oscuras, con una mano esposada al caño sujeto al techo. Al principio, estábamos todos en silencio, no se veía nada. “¿Están todas?” preguntó la voz de Roberto, y respondimos que sí. ”Nosotros también estamos acá, rengo y la puta que te parió..” dijo alguien, y nos largamos todos a reír.
Me dolía el costado, la boca se me comenzó a hinchar y me sangraba un poco la nariz. Cuando llegamos, lo primero que hicieron fue sacarle la muleta a Roberto que gritaba no sé que cosas de los derechos humanos y la discriminación a los discapacitados. Con perra y todo, nos pusieron en una oficina a las mujeres y los varones en una celda.
Al cabo de unas dos horas, apareció una policía con una máquina de escribir para tomarnos los datos. Le pedí un poco de agua para mi perrita y respondió “Cuando termine el procedimiento” , sin siquiera mirarme. Esto provocó en mí una ira incontrolable, por lo que pateé el escritorio y la quise agarrar, la máquina voló a la mierda y entraron varios policías a sujetarme. Entre gritos, insultos y tironeos, la mujer se fue. Alguien me trajo agua en un platito y un tipo nos tomó los datos. La cosa estaba calmada. Mi reacción había sido totalmente desmedida.
Una vez completado este trámite, deciden llevarnos al médico Forense. Otra vez todos al celular. Cuando vamos saliendo, aparece Roberto, a los saltos, por la falta de su muleta y se toma de mi brazo. Al salir del edificio, debíamos bajar 5 ó 6 escalones y habían formado una especie de cordón con varios policías a los costados. Empezamos a bajar los escalones, tomados del brazo y Roberto gritó “¿Y el arroz? ¿Quién nos tira el arroz, que acabamos de casarnos?” Recuerdo claramente la cara de un policía de la punta, que no pudo contener la risa y ,en ese momento, lo tomaron por atrás, le dijeron “¡Movete, mechudo!” y de los pelos, a los empujones, lo subieron. A esta altura, ya estaban bastante podridos.
El Médico Forense, revisó primero a las mujeres. Me preguntó qué me había pasado en la boca que estaba hinchada, y le conté que caminaba por las calle, mirando para atrás, y como de una casa en construcción sobresalía una madera , de repente “Pum!”, me pegó en la cara. Tenía un raspón importante en las costillas, y ante su pregunta, le contesté que resbalé con una cáscara de bananas y “Paf!” caí sobre un cantero. Todas mis respuestas fueron por el estilo. Me hizo bajar los pantalones para ver moretones en las piernas, y obedecí bailando mientras las otras dos tarareaban el tema de 9 semanas y media. Al principio, el médico escribía en una planilla pero cuando vió que le decíamos boludeces, meneaba la cabeza y no escribió más.
Nos regresaron a la Seccional, pero ésta vez en patrullero. Los chicos vendrían más tarde en celular y fuimos a dar a un calabozo donde había dos prostitutas (estas sí estaban “producidas”) conocidas de mis eventuales compañeras. A diferencia de nosotras, que salíamos enseguida, ellas iban a ser trasladadas a la Alcaidía, procesadas por tráfico de drogas, porque las habían agarrado vendiendo y con varios papeles encima. No se las veía muy preocupadas, porque , según ellas, “salimos en un par de meses”.
Cuando finalmente nos liberaron, nos entregaron las pertenencias, la muleta volvió a su dueño, y, como era de esperar, fuimos a celebrar a una pizzería muy cercana. Los chicos que habían peleado con nosotros salieron antes y no volvimos a verlos. En la pizzería le contamos a Roberto sobre las dos mujeres que habían quedado pegadas, y aunque él no las conocía, decidimos comprar pizzas, gaseosas y cigarrillos y regresar a la Seccional antes de que se las llevaran.
La cara de los policías cuando nos vieron llegar a todos con las cosas, mezcla de asombro y bronca, fue indescriptible “¿Qué carajo hacen ustedes acá? ¿Buscan más quilombos?” Les explicamos amablemente que traíamos la cena a dos amigas y nos llevaron a una cocina, revisaron todo y esperamos a las agasajadas. Compartimos un rato con ellas, comieron, y antes de que terminaran, nos hicieron salir. Les prometimos no tomar demasiada cerveza ni drogarnos demasiado y nos fuimos alegremente, hablando todos juntos, a las carcajadas, contando las peripecias vividas.
Lo rescatable de todas esta situación, fue cómo, ante la aparición de la policía durante la pelea, y sin mediar palabras, los dos grupos nos convertimos en uno solo, aunados para enfrentar ese sistema con códigos propios, la consigna era hincharles las pelotas y verduguearlos cuanto pudiéramos, y la guinda del helado, regresar por propia voluntad a traer la comida, en otro rol, ya no como detenidos sino como una honorable comisión de visita social. Estoy segura que les dio más bronca que regresáramos que todo el despelote que hicimos adentro.
Volvimos al área de la Terminal, derecho a comprar drogas y a contar a los conocidos que veníamos “recién salimos de la cana”, mostrando los magullones con cierto orgullo. Dejé de ser “Panchita” cuando pateé el escritorio de la pobre mujer.
No recuerdo cómo terminó esa noche, pero a la mañana siguiente, desperté en el telo, con una terrible resaca, como todas las mañanas. Roberto estaba bañándose con alguien y se escuchaban risitas y voces. Ahí mi cabeza hizo “Clic”. Ahora o nunca, pensé. Me vestí rápidamente, tomé de la mesita de luz mis documentos, el celular y la tarjeta del Banco, los puse en una riñonera, le di un beso a la perrita, dejé 100 pesos y me fui del lugar. Afuera tomé un taxi que me llevó a la terminal. Serían las 9 de la mañana. Pasé por el cajero automático a buscar más dinero y compré un boleto para Rosario a las 18 hs. Y fui a desayunar la consabida pizza con cerveza.
Más tarde me senté en una plazoleta, afuera de la terminal. Estaba preocupada, miraba para todos lados esperando ver a Roberto o las chicas o escuchar el ruido inconfundible de la muleta . Me dormí un rato y volví al bar.
Por fin subí al micro que me traería de vuelta a casa. No me importaba llegar con lo puesto, no fui a buscar el equipaje sencillamente porque no tenía la menor idea de dónde los habíamos dejado, sabía que era cerca, pero no estaba en condiciones de recorrer las pensiones; tenía miedo que me encontraran. Fue el viaje más largo de mi vida, el cuerpo me temblaba, tenía la boca reseca y transpiraba frío. Cuando parecía que me iba a dormir, pegaba un salto. Así fue todo el viaje hasta Rosario, adonde llegamos de noche, serían como las 5 de la mañana, y aunque conozco bien la ciudad, me fue imposible orientarme, no sabía en qué calle estaba ni para dónde salir. Se me habían terminado los cigarrillos y el dinero. Llamé con cobro revertido a mi papá, le expliqué adónde estaba y cuando pudo hablar (estaba enojado, dormido y sorprendido), me dijo que tomara un taxi y fuera hasta la casa. El taxista que paró tenía miedo de hacer el viaje y que no le pagara o lo asaltaran por el camino. Me costó, pero al final lo convencí, dándole mi DNI, dio todos mis datos a su base, la dirección adonde íbamos y me llevó. Una vez en casa, papá le pagó y pidió las disculpas del caso. Me dio un sedante suave y me fui a dormir, era lo único que quería. DORMIR.
Bueno, Eduardo, esta es la crónica mi última odisea. Que espero sea eso. LA ULTIMA.
Espero que disculpes la tardanza de este envío, pero ya te explicaré por teléfono.
Un beso para toda la troupe y otro especial para vos.
MARTA ( la rosarina)
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