Lic. Gladys Adamson
Directora de la Escuela de Psicología Social del Sur de Quilmes.
Buenos Aires, Argentina. Asesora del programa de Psicología-Funlam.
David Manzur
Mi retrato
(De la colección de grabados el beso de Dios)
1988
Grabado en metal, aguafuerte sobre papel
40 x 30 cm
registro AP1502
Semblanza de enrique Pichón Rivière
Es una tarea compleja trazar una semblanza de un profesional como el Dr. Enrique Pichón Rivière. Soy consciente que se deslizará en ella mi afecto entrañable por él, que se mantiene a través de los años, la admiración que me despierta su condición de genio anticipatorio, mis recuerdos de su energía infatigable, su presencia serena, reflexiva, su escucha incondicional, su carácter fuerte y obstinado cuando de sostener un deseo se trataba.
Yo conocí a Pichón Rivière en abril de 1967 cuando me inscribí como alumna en su Primera Escuela Privada de Psicología Social.[1] Él fue el docente exclusivo de ese primer año multitudinario en plena dictadura de Onganía. Yo cursaba la Carrera de Psicología en Filosofía y Letras de la UBA, y luego de “la noche de los bastones largos”, todos los profesores habían renunciado y la Universidad había quedado vacía.
José Bleger –quien debía ser mi profesor en el cuatrimestre siguiente– ya no estaba, pero descubrí que era docente de la Escuela de Pichón Rivière y allí fui tras sus huellas. Encontré más de lo que esperaba ya que E. Pichón Rivière era su maestro.
En ese primer año me deslumbraron su posibilidad de articular conceptos teóricos de compleja abstracción, con hechos de la vida cotidiana; la autonomía que otorgaba a cada uno en el proceso de formación a través de la técnica del Grupo Operativo, la libertad de palabra –tan escasa en esos momentos–, su rigurosidad al atenerse a los emergentes de la producción grupal que lo llevaba por momentos a repetir casi textualmente una clase ya dada por el nivel de dudas registradas. Su presencia constante en la Escuela, su afabilidad cuando se lo abordaba incluso en la mesa de un bar, su respuesta siempre dispuesta.
Siendo todavía alumna participé como observadora en un Seminario de psiquiatría que dictó en el Hospicio Borda. Allí me impactó su capacidad de recepcionar serena y afablemente las múltiples demandas de los psicóticos que deambulaban por los pasillos y jardines del Hospicio: “una moneda”, “un cigarrillo”, “papá”, etc. Pichón los dejaba acercarse, los tocaba, les pasaba un brazo sobre los hombros, les palmeaba la cabeza, abrazaba cariñosamente a “Coquito”, un microcéfalo famoso en el Hospicio, y todo espontáneamente sin ningún tipo de aprensión, como cualquiera podría hacerlo con un grupo de jóvenes que se acercara a bromear.
Era muy espontáneo y locuaz también en relación con su vida privada. Recuerdo una ocasión en que íbamos en un taxi todo el equipo apretujado porque era invierno y llevábamos tapados, sobretodos, bufandas etc. Se comenta en un momento el arcabuz antiguo que le regaló a uno de sus hijos varones: “Sí –dijo Pichón–, para ver si mata a su mujer”. Por supuesto todo terminaba con exclamaciones y risas.
Tenía una extraordinaria capacidad de lectura de lo latente a partir de mínimos indicios. Un verano, en Gesell, fui a visitarlo a la casa donde residía. Bajé de mi auto y me acerqué caminando al porche de la casa donde estaba sentado en un sillón de mimbre. Cuando me incliné para besarlo me dijo casi al oído: “a vos te pasó algo bueno”. Me quedé sorprendida, pensando. La noche anterior me había sentido atraída por un hombre y que sería luego mi primera pareja después del divorcio.
Tenía una insólita capacidad para metaforizar. Vino a mi casa una primavera y al invitarlo a ver “los malvones que habían florecido en mi balcón” me dijo “pareces una adolescente a quien le vino la menstruación”.
Pichón Rivière tenía un don por el cual era muy fácil entrar en transferencia con él. En una oportunidad lo invité a cenar. Hacía dos o tres semanas un coche había pisado a la perrita fox terrier de mi hija mayor, Malena, que en ese momento tendría tres años. Ella había llorado en un primer momento pero no había vuelto a hablar del hecho. Cuando entra Pichón a mi casa los presento, mi hija lo mira y le empieza a contar que su perrita se había soltado de la correa, que había corrido a la plaza y un coche la había pisado. Pichón la escuchaba atentamente.
Como Director de la Escuela estaba siempre dispuesto a acceder al pedido de supervisiones o consultas relativas a clases, análisis de crónicas grupales, etcétera.
En 1975, vísperas del golpe militar y de la dictadura sangrienta de Videla, Pichón fue amenazado por la Triple A (grupo paramilitar de ultraderecha que actuó, durante el gobierno de Isabel Perón, con el mismo estilo de los Grupos de Tareas del Ejército, quienes durante el gobierno de facto secuestraron, hicieron desaparecer y mataron con total impunidad a miles de personas).
A través de llamados telefónicos (como solían hacerlo) le ordenaron cerrar la Escuela e irse del país. Pichón Rivière, criado en una cultura aguerrida como la guaraní de Corrientes, hizo caso omiso a la amenaza y la Escuela siguió abierta. Se juzgó, de todas maneras, que por precaución, durante la noche no permaneciera en su departamento (la mayoría de los secuestros solían ser nocturnos). Como yo vivía con mi pequeña hija a dos cuadras de distancia, Ana Quiroga me consultó acerca de la posibilidad de que durmiera en mi departamento. Pichón Rivière estaría durante el día en su departamento trabajando y a la noche yo lo iría a buscar para llevarlo a cenar y luego a dormir hasta la mañana en que pasarían a buscarlo alrededor de las 9. Esto implicaba para mí, que estaba divorciada, separarme de mi hijita a quien no quería arriesgar y que por lo tanto iría a vivir temporariamente con su padre.
Los pocos días que conviví con él fueron agotadores. Nuestro itinerario solía ser, un poco más o menos, el siguiente: al caer la noche siempre tenía una conferencia, o un reportaje o una inauguración de plástica donde se esperaba su crítica, luego íbamos a cenar a Edelweis, su restaurante favorito, a continuación a las librerías de la calle Corrientes, luego a un café y finalmente a recorrer Buenos Aires en auto: “llévame a tal calle de Belgrano, y luego a tal sitio y luego a otro y otro y otro”. A mí me habían recomendado que tratara que Pichón se acostara temprano, pero cada vez que yo insinuaba que ya era hora de regresar, él golpeaba el bastón contra el piso del auto y ordenaba ir a un nuevo sitio. A las cinco de la mañana llegábamos finalmente al departamento y me invitaba: “¿Vos no querías supervisar la clase sobre Narcisismo?”, “Sí, Pichón, pero, ¿ahora?”, “Sí”, y comenzábamos nuevamente. Me pedía libros de la biblioteca, consultábamos mitos griegos: “Lee”. A las seis y media de la mañana se iba a la cama, no sin antes recorrer la biblioteca y llevarse varios libros de los más variados temas. A las nueve lo pasaban a buscar, y si bien era difícil levantarlo, lo hacía, trabajaba todo el día y a la noche ¡vuelta a empezar!
Yo generalmente comenzaba mi día laboral a las ocho de la mañana. A los pocos días de convivencia, la energía arrolladora de Pichón (quien ya tenía casi setenta años) me hacía temer por mi salud, a lo que se sumaba que extrañaba enormemente la cotidianidad con mi hija, aún pequeña. Sucedió entonces que mi hermano menor se fue a trabajar a Brasil y su departamento quedó desocupado, por lo que lo ofrecí como hogar temporario de Pichón, quien lo utilizó durante el tiempo que se juzgó prudencial.
Tenía mucho sentido del humor y una disposición lúdica a flor de piel. En una fiesta de cumpleaños (creo que mis 33 años) luego de bailar tangos y chamamés, el discjockey puso la Marcha de San Lorenzo y Pichón en la pista parodió un desfile militar. La única foto que conservo junto a él fue la de esa fiesta, bailando juntos un tango. No nos preocupábamos por retener los momentos vividos con él a través de fotos. Tal vez, como dice Borges de Buenos Aires, “lo juzgábamos tan eterno como el sol y el aire”.
En 1977 se le festejaron “Los primeros 70 años del maestro” en el Teatro Sha. Fue un evento multitudinario. El teatro estaba repleto. Pasaron al escenario, para rendirle homenaje, una diversidad de personas realmente notable:[2] poetas, psiquiatras, psicólogos sociales, psicoanalistas, actores, comentaristas deportivos, compositores de tango, artistas plásticos; recibió telegramas y cartas desde el exterior, que se leyeron por micrófono. Se interpretaron escenas de obras de teatro, se leyeron los poemas de Maldoror del Conde de Lautréamont, actuaron conjuntos de música, actores recitaron poemas, hubo palabras de homenaje de sus múltiples alumnos, etc. Fue un hermoso acto que se desplegó, cual inmenso y vivo collage, con una intensidad y heterogeneidad que hacia honor a su estilo.[3]
Recuerdo la escena final: Pichón, de pie, acodado en el escenario, mirando hacia la platea que ovacionaba y aplaudía interminablemente. Era la escena del hombre y su obra: su figura delgada, frágil ya, pero firme, sosteniendo de pie, receptivo, serenamente, lo que sus discípulos expresaban en su homenaje.
Todo el festejo tuvo la emoción de una despedida. Todos lo sabíamos. A los quince días moría.
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